domingo, 19 de junio de 2011

EL ÁCIDO DE LA IRA nobuko Buenos Aires 2003

A veces, cuando su felicidad se torna insoportable,
se cortan la garganta entre sí, con navajas.
Bergen Evans Historia Natural del Disparate

Crímenes placenteros para el desfile de la sangre y jolgorio de los sádicos

Amor interrumpido
Bajo el sonido de la radio se percibía el rumor del agua golpeando el agua.
El bebé reposaba en la cuna. Él, sentado en la cama, con la cálida mirada del amor lo observaba embelesado, apoyando los codos en las rodillas y ambas manos en las mejillas. Las manitos del niño acariciaban el aire y bizqueaba los ojitos continuando su juego entre gorjeos y saliva. Movía los piecitos al compás de la radio y todo su cuerpito vibraba con el sonido. Una mosca pretendió perforar el tul que cubría la cuna pero chocó contra él quebrando sus ilusiones. El hombre continuaba embobado la contemplación de esa inocencia indefensa que trinaba en sus primeros días de absoluta paz. Se levantó desganadamente a pesar que sus ojos, plenos de amor y satisfacción, desmentían el gesto cansado. Se acercó al infante, levantó el tul y agachándose lo asió casi con miedo, con extrema suavidad. Cuidadosamente, lo atrajo hacia su pecho y besando la frentecita, lo acunó. Giró despacio y caminando con precaución se encaminó al baño. Llegó hasta el borde de la bañera justo en el momento que una manita le rozaba la mejilla produciéndole exquisito placer. Era hondamente feliz, se sentía pleno de lo inefable, de aquello que sólo se siente y carece de explicación verbal. Sosteniendo al niño en un brazo, con el derecho cerró la canilla de la bañera justo cuando amenazaba desbordar. Probó el calor del agua: era el justo.
El cuarto de baño estaba cálido, templado por una oportuna estufa de gas. Depositó al niño en un catre de goma, de los que se utilizan para cambiarlos, mientras los gorjeos denunciaban el júbilo del bebé. Prolijamente, con suma cautela y un poco de miedo por temor de irritar al niño, fue desvistiéndolo. Con excesivo cuidado lo levantó desnudito, colmado de satisfacción se aproximó a la bañera y con lento gesto, como midiendo el tiempo, lo fue introduciendo en el agua tibia hasta que ésta lo cubrió totalmente y con las dos manos firmes como garfios, crispadas de emoción, apretó el desamparado cuerpito contra el fondo de la bañera mientras el líquido desbordaba debido al exceso de volumen sumergido.
Despertó del éxtasis al oir lejano el cierre de la puerta de calle. Con toda seguridad sería su mujer.


Deuda saldada
Su esbelta figura se perfiló en el callejón de la noche. Semejaba un junco cimbreante con un suave destello a perfume oriental. Velando sus párpados sombreados, se intuía un tul de miedo agazapado y, sobre los senos imprevistamente púrpuras, semejantes al estampido de un timbal, la protuberante seguridad de lo auténticamente bello.
Yo la veía acercarse de frente y no pude comprender el porqué de esa oscilación temblorosa y zigzagueante, como de beoda, que ella de pronto empezó a realizar cada vez con más
insistencia, y que yo consideraba ilógica. Llegó hasta mi ante mi más profundo asombro, ya que en sus condiciones tendría que haber caído. Pretendió asirse a mi hombro pero su debilitado gesto resbaló arañando el saco. Paulatinamente, sin premura, se fue encogiendo hasta quedar acuclillada, con la cabeza apoyada en mis rodillas y abrazándome las piernas. Yo no me moví, ni siquiera cuando bajé el brazo y apuntando cuidadoso a la nuca le di el tiro de gracia.

Cruzando el cerco
Oyó nada más que la mitad del terrible estampido, la otra mitad se desvaneció ignorada, en el silencio de la habitación. Cansado, profundamente sumergido, asomó por los dibujos de su pijama y comenzó a recorrer el infinito. Era un fluir sin gravedad, una laxitud total, un deslizamiento sin distancias flotando en el absoluto vacío. En ese profundo sueño intuyó su derredor. Asombrado, sintió que ninguna materia, salvo él, circulaba. Impulsaba su fluir una fuerza inexplicable parecida al tiempo. Consideró que se encontraba en una zona similar a la que había oído describir a los astronautas: el vacío estelar, plagado de corpúsculos radioactivos. La situación lo preocupaba; no sabía si estaba despierto, dormido o muerto.
No podía, determinar su realidad, su estar, ni como esencia ni como existencia. Y así vagó
por tiempo interminable sin poder precisar cuanto... De pronto, en un segundo o en siglos,
una pequeña luz muy lejana, pero no por ello menos intensa, le hirió los ojos, encandilándolo.
No obstante y sin saber por qué, este suceso lo alegró. Algo lo había hecho sufrir, por lo tanto vivía. ¿Pero dónde, en qué lugar se encontraba? Vagamente, recordó que la Tierra era su planeta.
La luz esparcía su sonido corpuscular en la entrada misteriosa de atmósfera sofocante...

La humedad resbalaba por los muros acariciando líquenes rupestres. Avanzó, espantando el polvo terrestre. De a poco la oscuridad conquistó los umbrales de sus ojos, envuelto ya en un continuo neblinoso e irrespirable. ¡Una caverna... estaba en una caverna! La luz exterior se extinguió y un dolor visceral desparramó su ácido hasta completar la invasión. Un polvo picante perforó su nariz. La mejilla, golpeó sobre el escritorio mientras su conciencia se esfumaba en una lejanía progresiva y placentera.
Todavía logró en un espasmo entender su impotencia, de juguete lanzado al infinito. Pero todavía razonaba, no comprendía pero pensaba. Sintió una vertiginosa desesperación. Intentó frenar interrogantes y deseó apagar esa voz interior que lo martirizaba. Por última vez recordó que los interrogantes habían sido su angustia de siempre. Paulatinamente, un total relajamiento lo invadió y dejó el consciente. Ya no sintió. No pensó. Expiró. Lo imaginado había durado tres segundos.
La sangre seguía manando de su sien derecha cuando el índice se crispó sobre el gatillo y detonó un último disparo que destrozó el tintero.

Espectro
Lastraban los ojales de sus ojos las más crotas pestañas postizas sucias de rímel. Crenchas amarillas de lana salvaje, bajaban hasta sus hombros pura percha de huesos empolvados, y en todo su escracho castigado con cremas y pinturas, un sudor grasiento, embadurnado, corría hasta su mentón para caer con goteo jodón en el hueco de su desinflado pecho. Yo, desde donde estaba, no podía junar el manchón oscuro en su ajustado vestido, imaginaba que se estaría produciendo a la altura del ombligo. Su jeta corazón rojo, de labios agrietados y sin luz, invitaban a garronear la pegatina de sobres y estampillas y eran un crimen para ojos como los mios acostumbrados a campanear lo bello. De los quesos sólo fichaba los timbos, pero eran suficientes para alegrar a cualquier isleño que soñara con bote propio. Y, como si este espectro fuera la deliciosa miel de una laburadora abeja, con la copa en alto, como brindando por su eterna camuflada juventud, parlaba cursilerías haciendo inflexiones de piba de quince con un pelafustán calvo y gangoso que, por estricta deducción lógica, debía ser virola de ojos y nariz. Para sacudir el aburrimiento y joder un poco, me acerqué a la jermu. Le ofrecí un faso: su gastada sonrisa lo aceptó. El payaso, sentado enfrente se ofendió y comenzó a levantarse. De un sopapo lo incrusté dos metros detrás y con rápido ademán agarré la pechera de la mina y la obligué a parase. Pude junar el manchón en el ombligo y el asombro del miedo en su trucha. Entonces, tranquilamente, extraje mi correcta navaja sevillana y en el instante del chasquido de su abertura se sintió, en el tugurio imprevistamente mudo, un grito enorme y agudo pegado al áspero sonido cortando ropas y carne, desde el meadero hasta la garganta. Una piolísima línea bien debute, de viscosos reflejos carmesí decoró a la puta que se fue derrumbando. Yo, dando un ágil salto me alejé, evitando que el caudaloso rojo me manchara. Una soberbia carcajada, nacida desde la planta de los pies hasta mi boca babosa de tanto escaviar bronca, desabrochó mis nervios en balsámico relajamiento, frente a la incomprensión de los mersas que me rodeaban.

Ofrenda matrimonial
(Recorriendo la mitología griega hallé este relato ocurrido, según los crédulos nativos, en remotas épocas. Les ofrezco una versión libre.)
Había una vez un hombre de profesión carnicero que encontró la bonita oportunidad de violar a su cuñada. Mejoró la situación con una astuta estratagema para que el placentero hecho quedara impune: se le ocurrió cortarle la lengua, de esta manera nadie se enteraría del nimio desliz. Así lo hizo, y abandonó en una lejana ciudad a la deslenguada cuñadita. Esta, ni tonta ni perezosa y detenida la hemorragia con una amable cauterización, mandó un telegrama urgente a su hermana casada contándole los pequeños inconvenientes que había tenido.
Al tiempo, las dos hermanas se reunieron en el feliz hogar y planearon una primorosa venganza. Matarían y descuartizarían al hijito de tres años de la casada y bien adobadito y camuflado por la deslenguada tía lo asarían, sirviéndoselo al marido el día de su cumpleaños. Tal cual hicieron, y luego de cenar opíparamente bajo los repetidos elogios que él prodigó a la tierna carne, preguntó de que carnicería era. Ellas, como única respuesta, le presentaron asida de los ensortijados cabellos, la tumefacta cabecita del niño. Horrorizado, él toma un cuchillo (con los cuales era muy diestro) y entre gritos, corridas y enésimos rojos de puñalada va puñalada viene, las va descosiendo a cada una, con la obstinación necesaria que se requiere en estos casos. Luego, prolijamente, las troncha y las guarda en la gran heladera de la carnicería junto a media res que había comprado esa tarde. Sólo tres días le costó deshacerse de su mujer y su cuñada entre los almuerzo y cenas de las familias del barrio, la mayoría de absoluta confianza.
(Ahora, me pregunto, ¿no hubiera sido más sencillo matar de entrada a la cuñada? Así, el tipo hubiera evitado la muerte de su hijo y la molesta limpieza posterior para hacer desaparecer los rastros. ¿No les parece? ¡Estos griegos, siempre complicando las cosas!)

Antes de misa
--Che Coco, despertate, Coco, despertate, ¿me oís? Coco vamos, despertate! ¡¡Despertate Coco!!
--¡Eh, eeeh... ahhhjjjjj!, ¿qué pasa?. Ah sos vos. ¿Qué hora es... qué carajo querés?
--Son... las dos y cinco. ¿No te molesto, no?
--Pero vos sos loco che o te hacés. Otra vez con la milonga de la hermosura seguro. Ya te veo venir. Dejame de joder! Hasta mañana.
--Shhhh, ¡no grités!, a ver si se despiertan los demás, pavo. Vamos, levantate, no me podés fallar ahora. Fijate... me pongo de rodillas, ¿te gusta que te lo pida así?
--Dejame tranquilo. Vos estás rayado, convencete, estás rayado... las dos de la mañana... Ahhhjjjjj... Dios, que reviro...
--¡Mirá Coco, mirá, estoy de rodillas! Te beso el borde de la... vamos, si a vos también te va a gustar decirme que soy hermoso... mirá, me afeité, ¿o quizás?... ah, me doy cuenta, ¿querés que te bese el crucifijo, no?... ¿Estás conforme ahora, estás conforme?... Vamos Coquito, vamos... decime... ¿soy hermoso?... ¿sí?... ¿decí que sí?...
--¡La gran puta, mirá que sos cargoso, carajo! Ya te dije ayer que no quería saber más nada con vos y tus locuras. iHermo-so!... ¿Dónde tenés la hermosura? En ese bocho que parece una bola de billar o en las arrugas de vieja lechosa y entalcada. ¡Rajá, dejame tranquilo! Andate de mi celda y dejame dormir. Mirá, si viene el sereno linda la vamos hacer! ¡Largate y no hinchés más!
--Vamos Coquito, decime que soy hermoso. No seas malo. ¿No cierto que soy hermoso?
--¡Piantá, por favor, largate!
--¡Coquito, Coquito, no me echés! No me dejes en la duda. Se bueno, mirame, mirame mucho... Mirá... me saco la...
--¡Oh, que pelotudo que sos, estas desnudo! iRajá, de acá chancho, rajá o te denuncio!!
--Coco... Coquito, decime ¿soy hermoso?
--¡Ufa, ya me tenés podrido! Pero no... si es para matarse de risa... ja, jajaja... semejante jovato... ja, jajajaja...
--¡No! ¡Noooo, no te rias o te!...
--Bueno, bueno, no te pongás así, pero comprendé, ya me cansé. Voy...
--¡¡Adonde vas!! Coco, por amor de Dios, no hagás eso, esperá. ¿No cierto que soy hermoso? Decíme, decime...
--¡Andá a la mierda! Veo que estás chiflado del todo. ¡Por favor, reaccioná, tenés cincuenta y seis pelotudo, cincuenta y seis!
--Malo, sos un malote. Claro... me desprecias porque vos tenés veintinueve. iQué lindo era yo a tu edá. No podés imaginártelo... era suave, más...
--¡Dejame pasar!... ¡Dejame pasaaar!... A vos hay que encerrarte, hay que encerrarte y ahora mismo! Voy a llamar...
--¡¡No, vos no vas a llamar a nadie, no vas a llamar a nadie!!...
--¡¡Dejá ese candelabro, loco, dejalo!!... ¡La gran puta... hoy te agarró fuerte... ¿¡¡¡Qué vas hacer loc!!!?... ¡¡Nooo!!... Ay... aayyy... ayyyyyjjjjjjj...
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--¡Ohhh... Coco, Coquito, ¡no te quedés ahí tirado, levantate!... ¿no cierto que soy hermoso, no cierto que sí?... Levantate, no seas malo, me voy a portar bién... te prometo... ¡Uyyy, mirá Coquito, me pinto los labios de rojo... qué lindo rojo, ¡qué lindo!... Voy a lavarme los pies con rojo... Voy arrodillarme sobre este rojo tan hermoso como yo... ¡Qué hermoso debo estar, qué hermoso!... ¡Oh Dios mio! ¿soy hermoso? Contestame. Aparecete a tu siervo y decile que es hermoso, muy hermoso... de rodillas te lo pido, de rodillas Dios mio!... Que la paz sea contigo, Coquito. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén...

El Desalojo
Cariño, atendeme como tenés que hacer. Subís primero la escalera Esperanza, doblás, y te enfrentás con la plaza de Hambre, frente al hotel El Desalojo, ese de Galerudos con puños brillantes, y si ves alguno hacele una reverencia con un gargajo y si te es posible pegáselo en el centro del monóculo con ojo. Bien... como te decía, pasás el hotel, la plaza y te metés en la callejuela donde se ven los coitos desde la vereda, entre la ropa que pretende secarse sin sol, los braseros de pa-pel y los chiquilines mocosos y mugrientos con raquitismo del tiempo de mi tatarabuelo. Bueno, seguís hasta el fondo y piantale a los perros sarnosos cuando doblés la esquina de los loros, donde está la casa descascarada con calcetines rojos rodeando cepos de púas electrizadas y melenudos azules... a ver... si, voy bien. Vas a llegar al lugar donde tenés que campanear con ojos muy abiertos para no confundir las puertas. Seguramente la vas a tener justo enfrente, cruzás la calle de Odio, mirás el número de Víctimas, tocas el timbre de tu Locura y si no te contesta nadie empujas la puerta y entrás nomás. Amor mío, eso si, tené cuidado con las telarañas traidoras que si se meten en el cerebro joden de lo lindo. Tanteá el primer escalón y subí hasta el quinto donde, si no estás resfriado, vas poder olfatear la habitación olor benjuí, seguí la oscuridad del pasillo de vidrio molido que te va a julepear un poco, pero vos seguí nomás hasta el final, doblás y te vas a topar con un biombo color banana, lo hacés a un lado y te encontrás con la puerta, la abrís, cruzás la pieza por sobre almohadones ágrios y abrís la otra puerta ribeteada de cascabeles y pompones y vas a pisar mi bulincito color caramelo. Allí, en un apacible charco de sangre, ya endurecida con rojo oscuro, que cubrirá toda la cama de florcitas rococó, la alfombra persa y casi seguro las chinelas de mouton dorado vas a encontrarme a mí, tu amor, con un primoroso camisón cortito, transparente, que te hará gozar mis senos escarlatas, con la garganta aireadamente abierta de un lindo navajazo, como un sincero grito a las estrellas. Vení, no faltés mi amor, te voy a esperar quietita y adormilada...